Pues eso…que ya no sé qué hacer, que estoy absolutamente
desesperada y que no veo luz al final del túnel. Temo seguir así durante años y
la sola idea de pensarlo me agota, ¿qué hago? Mi niño no me come.
A D no le gusta comer…no le gusta y parece ser que nunca
tiene hambre, ¿cómo es posible? No le encuentro explicación. En el fondo me da
hasta envidia. Yo, que tengo hambre a todas horas, que en cualquier momento me
comería una rica y grasienta pizza familiar, que me como las patatas fritas
como si fueran pipas, que me levanto de la siesta y corro desesperada al
frigorífico buscando algo dulce que echarme al cuerpo…a mí me sale el niño sin
hambre. No me lo puedo creer.
Al principio no le di importancia, bueno, miento, sí se la
di porque para mi desgracia soy una madre preocupona. Ya desde el mes y medio
me parecía que mamaba poco, pero como el niño engordaba a buen ritmo, como tenía
el pie tipo empanadilla y pliegues rollizos en muñecas y piernas, pensé que al
final sí que iban a ser aprensiones mías, fruto de llevar la L puesta en esta
aventura de la maternidad. Pero no…cuando comenzaron las papillas y los purés
se confirmó mi teoría, la que nadie creía y la que cada vez que enunciaba hacía
que me tacharan de loca, mi niño comía poco. Se materializó como por arte de
magia (mientras le daba el pecho era todo un poco abstracto, ¿cuánto tomaba?
Nadie lo sabía) y comenzó el trabajo más duro al que me he enfrentado
nunca…lograr que D coma.
Comenzamos con la papilla a los 6 meses. Los primeros días
apenas tomó tres cucharadas, pero nos parecía bastante normal, aún tomaba mucho
pecho y no estaba acostumbrado a la cuchara ni a la nueva textura. A las tres o
cuatro semanas ya no nos lo parecía tanto. Además, no es que no supiera tragarla,
es que no le gustaba. El tío cerraba la boca, giraba la cabeza y hasta aquí.
Cometimos muchos errores en esta fase: intentar engañarle con el chupete, por
ejemplo. Yo me sentía muy mal cada vez que lo hacía, pero era la única manera
de conseguir que, al menos, lo probara. Por supuesto no servía de nada porque D
no tiene un pelo de tonto, y la primera le engañabas, pero luego cerraba su
preciosa boquita y ni chupete ni cuchara ni nada. Como no teníamos trona,
porque nos parecía un elemento prescindible y bastante llena teníamos ya la
casa, le dábamos la comida en su carrito. Error. Cada vez que le sentábamos en
el carrito, ya fuera para comer o para salir de paseo, la montaba cual niño de
El exorcista pensando que le esperaba la papilla. Igual nos pasó con el babero
(de hecho con quince meses sigue sin usarlo, porque es verlo y ponerse a
llorar). Fue un auténtico horror. Probamos todas las marcas de papillas habidas
y por haber, probamos distintos tipos de leche, probamos con agua, con caldo de
verduras…nada, imposible. Lo más que llegamos a que tomara fueron, días felices
aquellos, unos 100. Recuerdo una vez en la que no se me podía borrar la sonrisa
de la boca porque se había tomado toda la papilla sin protestar y en diez
minutos. ¿Qué pasó aquel día? Aún no lo sé.
Entre tanto llegó la fruta. Lo de la fruta fue odio a
primera vista. Ni plátano, ni manzana, ni pera, ni natural ni preparada. Ni con
zumo ni con leche, ni con galletas…Tremendo.
Lo que mejor lleva es el puré, increíblemente lo que más le
gusta es el pescado. Aún así, nos cuesta horrores lograr que se lo termine.
Cada vez que come tenemos que montar un show, hay que ver lo
que desarrolla la imaginación un bebé que no come. Cuando crees que ya no te
queda nada más que darle, se te enciende la luz y recuerdas que aún no les has
dejado el portalentillas, el mando del aire acondicionado o el accesorio ese de
la lavadora que no sabes para qué vale, pero que como venía en la caja lo
guardas por si acaso. Y ese portalentillas, con sus dos taponcitos, te permite
darle tres cucharadas más de pure. Y bendices al que lo inventó. El accesorio
de la lavadora, como tiene un tornillo y es peligroso, te concede hasta cinco
cucharadas. Entonces te das cuenta de los bien invertidos que estuvieron los
cuatrocientos euros que costó tan maravilloso electrodoméstico.
Y así pasa nuestra vida…dedicando una hora al desayuno (que
nunca se termina), una a la comida, una a la merienda (aunque pocas veces
logramos que tome algo) y una a la cena.
En el fondo le comprendo, porque cada vez que
le siento a la trona (por fin la compramos, al final se reveló como
absolutamente necesaria) parece que hace cinco minutos que ha salido de allí.
Sé que algo hacemos mal, que deberíamos acostumbrarle a
comer sin entretenimientos y en un tiempo razonable, que no hay que “forzarle”
a comer (forzarle es imposible, porque D cierra la boca de tal manera, que es
capaz de reírse a carcajadas sin separar los labios), ponerle un tiempo…no sé,
pero en esos momentos y cuando es tu hijo, sólo quieres que coma, un poquito
más, la última cucharada.
Y es que sí, desde hace muchos meses, lo mejor que me puede
pasar es que D se tome un yogurt a media tarde, o que después de la cena se
tome un Danonino. Así estamos…la vida es cuestión de prioridades, ¿no?
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